Saltaba la tapia y me escondía entre los árboles de la huerta, y allí esperaba hasta que ella venía.
Mi caballo lo dejaba maneado del lado afuera.
Cuando la Dolores venía, porque no siempre podía hacerlo, nos quedábamos un largo rato en amor y compañía, y luego me volvía á mi casa.
Un día mi madre me dijo:
«Hijo, ya no lo puedo sufrir á tu padre; cada vez »se pone peor con la chupa; todo el día está dale que »dale con el Juez. Me ha dicho que si viene esta noche »lo ha de matar á él y á mí. Y yo no me atrevo á des» pedirlo; porque tengo miedo de que á ustedes les vennga algún perjuicio. Ya vez que sucedió la vez pa»sada. Y ahora con las bullas que andan, se han de »agarrar de cualquier cosa para hacerlos veteranos. » Con esta conversación me fuí muy pensativo á ver á la Dolores.
Estuvimos como siempre, desechando penas.
Nos despedimos, salté la tapia, desmanié mi flete, monté, le solté la rienda y tomó el camino de la querencia al trotecito.
Yo iba pensando en mi madre, diciendo :—Si le habrá sucedido algo—mejor será que vaya para allá,cuando el caballo se paró de golpe.
El animal estaba acostumbrado á que yo me apeara en mi camino á prender un cigarrito, en un nicho en donde todas las noches ponían una vela por el alına de un difunto.
Me desmonté.
El nicho tenía una puertita.
Hacía mucho viento.
Fuí á abrirla antes de haber armado el cigarro y se me ocurrió que si se apagaba la luz, no lo podría encender.
La dejé cerrada hasta armar bien.