Todos me trataban con respeto, menos Epumer y Caiomuta.
Tambaleaban de embriaguez.
Epumer llevaba de vez en cuando la mano derecha al cabo de su refulgente facón, y me miraba con torvo ceño.
Miguelito me decía:
—No se descuide por delante, mi Coronel, aquí estoy yo por detrás.
Cuando rehusaba un yapai, gruñían como perros, la cólera se pintaba en sus caras vinosas y murmuraban iracundas palabras que yo no podía entender.
Miguelito me decía:
—Se enojan porque usted no bebe, mi Coronel; dicen que lo hace por no descubrir sus secretos con la chupa.
Yo entonces me dirigí á alguno de los presentes y lo invitaba, diciéndole :
—Yapai, hermano, y apuraba el cuerno ó el vaso.
Una algazara estrepitosa, producida por medio de golpes dados en la boca abierta, con la palma de la mano, estallaba incontinenti.
¡¡¡ Babababababababababababababababa !!!
Resonaba ahogándose los últimos ecos en la garganta de aquellos sapos gritones.
Mientras el licor no se acabara, la saturnal duraría.
La tarde venía.
Yo no quería que me sorprendiera la noche entre aquella chusina hedionda, cuyo cuerpo contaminado por el uso de la carne de yegua, exhalaba nauseabundos efluvios; regoldaba á todo trapo, cada eructo parecía el de un cochino cebado con ajos y cebollas.
En donde hay indios, hay olor á azafétida.
Intenté levantarme del suelo para retirarme á la sor-