Escoltado por el negro, por los hijos de Mariano y los curiosos llegué adonde ellos estaban.
Al verme, hicieron lo que todos los borrachos que no han perdido completamente la cabeza, pretendieron disimular su estado.
Mariano Rosas me echó un discurso en su lengua, que no entendí, y fué muy aplaudido. Comprendí, sin embargo, que había hablado de mí en términos los más cariñosos, porque mientras peroraba, varias voces dijeron: ¡ Ese cristiano bueno, ese cristiano toro!
Terminó haciéndome un yapai.
Bebió el primero, según se estila.
Apuraba el cuerno, cuando una voz muy simpática para mí, me dijo al oído:
—Aquí estoy yo, mi Coronel, no tenga cuidado; y su comadre Carmen está allí en la enramada haciendo que duerme, para escuchar todo.
Era Miguelito.
Le estreché la mano, y tomé el cuerno lleno de licer que me pasaba Mariano.