Yo, cuando se trata de los pensamientos del prójimo, siempre tengo presente el dicho de cierto moralista de nota, con el que lo confundió una vez á un hombre de Estado: la ley de Dios que prohibe los juicios temerarios es no solamente ley de caridad, sino de justicia y buena lógica.
Mariano Rosas recibió la carta y el presente, deliberó qué debía hacer, y como la mejor suerte de los dados es no jugarlos, ó como diría Sancho, si de esta escapo y no muero, no más bodas en el cielo, resolvió:
agradecerle la fineza y no visitarle.
Con este motivo, y para que en ningún tiempo se dudara de sus sentimientos, después de consultar á las viejas agoreras, juró no moverse jamás de su tierra.
Vinculado por este voto solemne á su hogar, al terreno donde nació, á los bosques en que pasó su infancia, Mariano Rosas no ha pisado, después de su cautiverio, en tierra de cristianos, y tiene la preocupación de que si viene personalmente á alguna invasión caerá prisionero.
Conozco este episodio de su vida, porque él mismo me lo ha contado.
Diciéndole que el General Arredondo me había encargado le manifestara los vivos deseos que tenía de conccerle y que cuando estuviera afianzada la paz era conveniente que le hiciera una visita en Villa de Mercedes me contestó:
—Eso no, hermano.
—¿Y por qué?—le pregunté.
Refirióme entonces con minuciosos detalles lo que llevo relatado—para que se vea que toda la ciencia de los indios, en su trato con los cristianos, se reduce á un aforismo que nosotros practicamos todos los días:
la desconfianza es madre de la seguridad.