pués sentí frío. Caminaba á la par de otra persona que con cariño me sustentaba.
Me quedé dormido.
Al rato me desperté al lado de un gran fogón.
En torno de él estaban tres mujeres y tres hombres, cristianos todos. Me habían hecho una cama con jergas y cueros. A mi lado estaba una china.
—¿Qué quiere tomar—me dijo,—mate ó café?
Fijé con agradecimiento los ojos en ella y reconocí á mi comadre Carmen.
—Café, comadre—le contesté.
Y mientras lo preparaba, contóme que cuando me separé de Mariano Rosas, ella estaba en la enramada, despierta por si algo necesitaba; que se deslizó entre las sombras de la noche, ayudándole á Miguelito á llevarme á mi rancho; que al salir, varios indios habían acudido á preguntar por mí; que fingiendo voz de cristiano les había contestado que no estaba; y que para que no me incomodaran y me dejaran descansar, me había llevado á un toldo vecino en el que habitaban puros cristianos.
Me puse á tomar café. Gradualmente fueron desapareciendo los efectos narcóticos del aguardiente. La aurora, color de rosa, entraba con sus rayos de fuego por entre las rendijas del toldo. Cantaban los gallos, cacareaban las gallinas, relinchaban los caballos, bramaban los toros, oíase el balido de las ovejas, agitábase todo al despertar de la Naturaleza.
Vibraron las notas de un mal tocado acordeón, y uni voz que me hizo crispar los nervios, entonó unas (plas:
Señor Coronel Mansilla Permitame que le cante