Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/345

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Ni él, ni yo hicimos mención para nada de las escenas de la noche anterior.

Mariano montaba un caballo obscuro de su predilección, aperado con sencillez.

Era un animal vigoroso. Tenía la marca del General don Angel Pacheco.

Llegamos á su toldo. Nos apeamos, nos sentamos, y poco a poco comenzaron á llegar visitas, entrando y saliendo las gentes de la casa. Yo era objeto de todo género de atenciones. Me cebaron mate, me sirvieron un churrasco gordo, suculento, chorreando sangre, á a inglesa.

Me lo comí todo entero, quemándome los dedos y chupándomelos después, como se estila en esta tierra.

Donde no hay manteles ni servilletas, ¿qué otra cosa se ha de hacer?

Mariano me pidió permiso para dejarme solo un momento. Salió, desensilló el obscuro, lo soltó, ensilló un moro, y lo ató de la rienda en el palenque. Dió algunas órdenes y volvió á la enramada sobando una manea.

—Hermano—me dijo,—á mí me gusta hacer yo mismo mis cosas. Así salen mejor. Mi apero no lo maneja nadie, ni mis caballos tampoco. Mi padrino era lo mismo cuando yo lo conocí. Dios gracias, soy hombre sano.

Después de esto cambiamos algunas palabras sin interés. Por último me ofreció presentarme su familia.

Mañana estaremos de recepción.