que, según costumbre, debían observar mis movimientos y escuchar mis conversaciones; y á otro oficial, que con todo disimulo se acercara á Camilo y le dijera que podía entrar.
Mi fiel y adicto compañero de tantas correrías por la frontera no se hizo esperar.
Según mis instrucciones, no se me había acercado desde el día que llegamos á Leubucó.
Algo grave, alarmante ó que convenía que yo no ignorase acontecía, cuando se me presentaba.
El no era hombre de alarmarse, ni de faltar á su consigna sin razón. Tenía toda la sangre fría, toda la astucia, toda la experiencia del mundo, que tan prematuramente adquieren nuestros paisanos; son condiciones características en ellos, que la vida errante y azarosa que llevan desarrolla en sumo grado.
Es cosa que pasma verlos desde chiquitos cruzar los campos solos, á toda hora del día y de la noche, en un mancarrón ó picando una carreta ; alejarse de las casas ó de las poblaciones, á bolear avestruces, guanacos ó gamas, á peludear ó quirquinchar, dormir entre las pajas, desafiar las intemperies, casi desnudos, con el caballo de la rienda, y precaverse contra todas eventualidades, de los indios, de los cuatreros, de los ladrones.
Apenas entró Camilo en el rancho, le pregunté :
—¿Qué hay?
Miró á su alrededor, se cercioró de que no había nadie, y dudando aún del testimonio de sus sentidos, se me acercó al oído y me dijo:
—El indio Blanco ha venido.
—¿Y qué?...—le contesté encogiéndome de hombros.
—Está en una pulpería y dice que si Mariano Rosas ha hecho la paz, él no la ha hecho.
—¿Y quién está con él?
—Varios indios y cristianos.