—¿Y qué dicen?
—Lo mismo que él, que si Mariano Rosas ha hecho la paz, ellos no la han hecho.
— Nada más dicen?
—Sí, dicen más; dicen que ya lo veremos.
¿Y cómo lo has sabido?
—Haciéndome el zonzo, el que no entendía, me allegué á ellos, y como algo entiendo su lengua he comprendido todo.
—Bien, retírate, cuidado esta noche con los caballos.
—No hay cuidado, señor.
Se marchó, y me quedé pensando qué haría. Después de un momento de reflexión, resolví decirle á Mariano Rosas lo que ocurría.
Llamé al capitán Rivadavia y le ordené que le anunciara mi visita.
Me contestó que podía ir cuando gustase.
Volví á su toldo, despidió á las visitas, y cuando nos quedamos solos le referí el caso.
Por más que quiso disimular, le conocí que la conducta del indio Blanco le irritaba, porque desconocía su autoridad.
—No tenga cuidado, hermano—me dijo, y mandó á uno de sus hijos que llamara á Camargo.
Mientras éste vino, me enteró de algunas costumbres de su tierra.
—Hermano—me dijo, más o menos,—aquí á mi toldo puede entrar á la hora que guste, con confianza, de día ó de noche es lo mismo. Está en su casa. Los indios somos gente franca y sencilla, no hacemos ceremonia con los amigos, damos lo que tenemos, y cuando no tenemos pedimos.
No sabemos trabajar, porque no nos han enseñado.
Si fuéramos como los cristianos, seríamos ricos, pero