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Nos saludamos con cariño.

—Voy á bañarme, hermano—le dije.

—Yo acabo de hacer lo mismo—me contestó,—y ahora voy á varear mi caballo.

Marchamos en opuesto rumbo.

Yo regresaba del baño y él regresaba con su caballo cubierto de espumoso sudor.

Llegó, se apeó, lo desensilló, lo soltó y ensilló otro que estaba atado al palenque. Terminada la operación le puso el freno y lo volvió á atar de la rienda.

Los indios hacen esta operación todas las mañanas.

Cuando nos roban caballos, empiezan por soltarlos en los montes para que se aquerencien y tomen el pasto. Una vez conseguido esto, hoy ensillan un caballo, mañana otro, así sucesivamente, y al salir el sol los galopan fuerte por el campo más quebrado, más arenoso, más lleno de médanos.

Nuestros caballos, mediante una segunda educación, cobran un vigor extraordinario. Y como durante veinticuatro horas permanecen al palo, sin comer ni beber, con el freno puesto, resisten asombrosamente á las más largas privaciones.

De ahí la superioridad del indio en la guerra de fronteras.

Toda su estrategia estriba en huir, esquivando el combate. Son ladrones, no guerreros. Pelear es para ellos el recurso extremo. Su gloria consiste en que el malón sea pingüe y en volver de él con el menor número de indios sacrificados en aras del trabajo.

¡Cómo han de competir nuestros caballos con los de ellos! ¡Cómo hemos de darles alcance, cuando llevándonos algunas horas de ventaja salimos en su persecución !

Es como correr tras el viento.