— 371 Desde ese día seguí tratando á Rufino Pereira con la mayor confianza, y el gaucho me sirvió en todo honradamente, hasta en cosas reservadas.
Nuestros campos están llenos de Rufinos Pereiras.
La raza de este ser desheredado que se llama gaucho, digan lo que quieran, es excelente y como blanda cera, puede ser modelada para el bien; pero falta, triste es decirlo, la protección generosa, el cariño y la benevolencia. El hombre suele ser hijo del rigor, pero inclinado naturalmente al mal, hay que contrariar sus tendencias, despertando en él ideas nobles y elevadas, convenciéndonos de que más se hace con miel que con hiel.
Durante dos años, Rufino, el gaucho malo de Villanueva, el bandido famoso, temido por todos, acusado de todo linaje de iniquidades—sólo cometió un desliz, el que le hizo presentarse ebrio delante de Mariano Rosas y de mí.
Fiel á mi regla de conducta, á mis propósitos y á mis convicciones arraigadas, por el estudio que he hecho del corazón, de la humanidad, después del reto le di al gaucho una porción de consejos útiles, exhortándolo con cariño á que no los echase en saco roto.
Me prometió no volver á incurrir en la falta cometida, y lo cumplió.
El licor se le iba á la cabeza fácilmente. Mientras estuvimos entre los indios no volvió á beber.
El disco de fuego del sol, resplandeciendo en el horizonte, lo teñía con ricos colores de púrpura y mieles.
Hacía un rato que había amanecido.
Resolví irme á bañar al jagüel. Me puse de pie, abandoné el fogón y tomé el camino del baño.
Había andado unos pocos pasos, cuando me encontré con Mariano Rosas. Venía del jagüel, sus mojadas melenas y la frescura de su tez lo revelaban.