Una vez decidido, Miguel, alzando de nuevo el llamador, dejóle caer repetidas veces.
— ¿Quién es, —gritó una voz desde dentro; y luego, abriéndose una ventana situada al lado de la puerta, se asomó á ella una mujer, ya de edad, que dijo:
— ¿Qué se le ofrece á V., caballero?
— Saber si el señor Príncipe de Lucko vive todavía aquí, — contestó Miguel.
— El señor Príncipe marchó á San Petersburgo hace tres dias.
— ¡Gracias! —repuso Miguel haciendo un esfuerzo para aparentar serenidad, y alejándose apresurado sin oir á la portera que gritaba:
— ¡Eh! Caballero, ¿traía V. algún recado para el señor Príncipe?
Luego que salió del patio, Miguel tomó calle arriba, traspuso la puerta de Santa Bárbara, y se sentó en un banco de piedra, como la tarde en que María le devolvió el libro olvidado en el Retiro; pero allí permaneció poco tiempo, y metiéndose maquinalmente en una senda abierta en un campo sembrado, comenzó casi á correr, bien así como el corzo herido que con sus veloces carreras pretende aliviar su violento dolor; mas ¡ay! el infeliz jóven sentía el suyo cada vez más intenso, y rendido de cansancio tuvo que detenerse y sentarse en el suelo... Allí permaneció mucho tiempo, con los ojos fijos, y al parecer sereno... Pero ¡ah! ¡qué serenidad!
¿Qué pasaría en aquel corazón despedazado?
Hubo un momento en que llevó las manos á la cabeza, como si quisiera detener su pensamiento, pronto á exhalarse en el espacio... Luego prorumpió en sollozos sofocados, que después dieron curso á torrentes de lágrimas, y desahogaron su pecho oprimido...
¡Oh! ¡Benditas sean las lágrimas; ellas son la alegría del dolor!
Tres horas después, Miguel entraba en su casa.
Estaba situada ésta en la calle del Sombrerete, en el piso bajo de un mezquino edificio, y se componía de tres piezas muy reducidas y un patio pequeño, donde había una cuadra, en la cual apenas podia revolverse el caballo del jóven.