Página:Una traducción del Quijote (2).djvu/18

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— Ya comprendo, —contestó el doctor; y después, dirigiéndose á Miguel, repuso:

— Mr. Miguel, venia á pediros un favor.

— Cuantos queráis, amigo mio. No olvido que tal vez os debo la vida.

— ¿Teneis la bondad de servir de intérprete entre una enferma española y yo? Ella no sabe una palabra de nuestro idioma, y como es una afección grave, necesito conocer los antecedentes.

Repito que estoy á vuestra disposición.

— ¿Teneis alguna ocupación por el momento?

— Absolutamente ninguna.

— En ese caso, la casa de mi enferma está cerca; tengo mi coche á la puerta, y si fueseis tan amable...

— Ahora mismo, doctor. ¡Damian, mi paleto y mi sombrero!

— Avisad al Príncipe, —dijo por lo bajo el médico á Madlle. Guené;— decidle que prevenga á su hija y que nos espere. Si es posible, id vos con él.


XI.

Media hora después Miguel y el médico se apeaban de su carruaje al pié de la escalera del palacio de Lucko.

El jóven no conoció el sitio: habia estado allí una sola vez, y en tal estado de agitación, que no le permitió fijarse en nada.

Eran las cinco de la tarde. Grandes candelabros llenos de bujías alumbraban el peristilo y la escalera.

Un portero de librea se hallaba al pié de ésta, así como tambien el mayordomo del Príncipe, que precedió á los recien llegados.

Miguel, no obstante su habitual abstracción, no pudo menos de sorprenderse de aquel aristocrático lujo.

Atravesaron varias salas, brillantemente alumbradas, siempre precedidos del mayordomo.

Alzó éste el doble tapiz que cubría una puerta, y Miguel y el médico penetraron en un pequeño salón, de cuyos lienzos de pared colgaban grandes tapices moscovitas, y que estaba alfombrado de peludo cuero de Caffa.

A uno y otro extremo, en el mismo lado en que se hallaba la puerta, habia dos grandes chimeneas encendidas, sobre cuyos mármoles, cubiertos también de cuero, y en dos colosales