Página:Una traducción del Quijote (2).djvu/8

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Habia en ella, en todas sus acciones y en todas sus palabras, algo de la vaguedad de los cuerpos próximos á disolverse.

— ¿Qué tienes, María? —decíanla su padre y su aya, que la observaban con inquieta solicitud.

— Nada, —contestaba ella;— estos dias no me siento bien; pero ya pasará.

La Princesa era altiva y recta: en su corazon no hubiera hallado cabida el amor desdeñado; pero era el caso que siempre que se asomaba á los cristales de las ventanas que daban al parque de su palacio (y se asomaba todas las tardes), veia á Miguel pasar, ó sentado siempre en un mismo sitio.

Un poco más allá del palacio de Lucko, y lindando ya con el campo, habia una tapia que cercaba el patio de una fábrica de fundiciones de hierro, y en esta tapia una puerta, siempre cerrada, con dos asientos de piedra á uno y otro lado. Miguel solia sentarse allí, porque desde allí veia una ventana de la habitación de la Princesa, que miraba al campo.

María se asomaba á los cristales de esta ventana, desde donde veia y era vista por el infeliz jóven.

Miguel estaba desconocido: su semblante tenía una palidez y una fijeza espectrales, y sus grandes ojos negros habían perdido su inteligente expresión. Andaba con lentitud y como vacilando, y los rosetones de la fiebre coloraban sus enflaquecidas mejillas.

Merced á los cuidados de su viejo criado, su traje estaba aún limpio y aseado; pero sus cabellos caían en desorden, y su sombrero y calzado hallábanse en completa ruina. El pobre jóven habia perdido el sentido moral del amor, y no se cuidaba de presentarse ante la vista del objeto amado con aquel aspecto lamentable.

No trabajaba, no daba leciones, porque habia abdicado la vida. La miseria comenzaba á devorarle poco á poco, y á no haber sido por la caritativa solicitud de Madlle. Guené, que en connivencia con Damian le engañaban para mitigar su infortunio, Miguel hubiera muerto de hambre y de frio.

La Princesa le observaba desde su ventana, y presentía sus padecimientos. A veces, cuando ella se asomaba al cristal, él cruzaba las manos y la miraba en éxtasis. entónces María se retiraba al fondo de su habitación, y sollozando murmuraba:

«Pero ¡Dios mio! ¿por qué no querrá venir?»