Página:Una traducción del Quijote (3).djvu/11

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— Hasta el extremo de rehusar vuestros dones, y por consiguiente la mano de vuestra hija.

— Asi es, señor.

— Pues, bien, lo que no cree digno admitir de vuestra mano, lo aceptará de la mia.

— No comprendo, señor.

— Quiero decir que yo puedo enriquecer á ese jóven hasta igualarle con vuestra hija.

— Señor, temo que la bondad de V. M. sea inútil.

— ¿Por qué ?

— Porque acaso no aceptaria.

El Emperador volvió á pensar, y luego repuso:

— ¿Ese jóven es profesor de idiomas?

— Si, señor.

— ¿Conoce el nuestro?

— Perfectamente; hasta un punto inverosímil en un extranjero, sobre todo de una nacionalidad tan distinta....

— Entónces, querido Príncipe, tal vez hallaremos medio de salvar, la situación.

— Si me fuera permitido preguntar á V. M.

— Ya lo sabréis, amigo mio. Vuestra tranquilidad me es tan interesante, que no omitiré esfuerzo alguno á fin de devolvérosla.

— Lo sé, señor; conozco las bondades de V. M. para conmigo.

— Está bien, querido Príncipe. Vais á dejar á mi primer Ugier el nombre y las señas de la morada de ese jóven extranjero. Lo demás corre de mi cuenta.

— ¡Ah señor!

— Y tranquilizaos, Príncipe. Hácia el Oriente hay nubes, y quizá pronto habré de necesitaros, no turbado ni cohibido vuestro juicio por preocupación alguna.

El Príncipe dejó el Palacio imperial, algo más animado con las palabras del Emperador, cuyas dotes de perspicacia y de fuerza de voluntad conocía.


VII.

La mayor parte de las veces, si un enfermo que sufrie una dolencia mortal, pero lenta y poco dolorosa, comprende, bien por su propio instinto, ó bien por descuido ó indiscreción de las personas