— Pues bien, vais á continuar viendo á María como si nada hubiera pasado.
— Lo haré así, mas...
— Comprendo vuestro recelo. No obstante, dejadme hacer. Es preciso ir acostumbrando poco á poco á mi hija á la idea de vuestra ausencia... Yo proyectaré un viaje; para justificarle quizá pediré al Emperador una Embajada... en fin, ya veremos. Lo que no quiero es exponerme á las consecuencias de un mal previsto por mi desde hace tiempo.
Al dia siguiente el Príncipe Lucko se hallaba en presencia del Emperador Nicolás, el cual al notar el aspecto preocupado de su consejero íntimo, le preguntó con familiar interés:
— ¿Qué teneis, querido Príncipe? Hace dias que no os hallo como de costumbre; y ciertamente no sé á qué atribuirlo, puesto que anoche mismo vi en la ópera á vuestra hija tan encantadora como siempre.
— Pues ella es la causa de la mudanza que V. M. ha tenido la bondad de observar en mi.
— ¿Cómo es eso, amigo mio?
— Si, señor. Creyendo que fuese una nube pasajera, no he creido oportuno hablar de ello á V. M.
— Habeis hecho mal y faltado á nuestra antigua amistad. Espero que en el acto reparareis vuestra falta.
El Príncipe, entónces, refirió al Emperador los amores de su hija con Miguel, asi como tambien la explicación que con éste habia tenido el dia anterior.
El Emperador reflexionó durante algunos minutos.
— ¿Estais resignado —dijo— á conceder á ese jóven la mano de vuestra hija?
— Qué he de hacer, señor. María está locamente enamorada y temo las consecuencias de ese amor contrariado.
— ¿Decís que ese jóven es noble?
— Según parece, más que noble: de ilustre nacimiento.
— ¿Y orgulloso?
— Hasta un extremo increible.