Si alguna vez la absorción del derecho común por una individualidad y la creencia en el derecho divino pudieran hallarse justificadas, hubiéranlo estado en la persona del Emperador Nicolás.
No se comprendia que aquel hombre tan varonilmente hermoso pudiera ser súbdito, y se transigia con la idea de que la belleza es el poder, ó el poder da origen á la belleza.
El Czar recibió á Miguel en pié, apoyada la mano izquierda sobre un gran velador de malaquita, en una actitud noblemente graciosa, que permitía admirar su elevada estatura y las perfectas proporciones de su cuerpo. Vestia un traje militar, y tenía la cabeza descubierta: cabeza soberana, llena de expresión y energía, no obstante sus rubios cabellos y el claro azul de sus ojos.
Al fijar éstos para examinar al jóven extranjero, despidieron una mirada profunda é inteligente á modo de un relámpago, y luego volvieron á adquirir su habitual dulzura: así en algunos lagos de América el viento levanta momentáneas tempestades que turban aquella cristalina superficie donde se refleja el cielo.
El Emperador, con un ademan cortés, indicó á Miguel uno de los dos sillones que habia al lado del velador, y sentándose en el otro, dijo en su idioma nativo:
— Sentaos, caballero; tenemos que hablar un rato.
Miguel se sentó.
— He deseado veros, —repuso el Czar,— porque espero de vos un gran servicio.
— ¡Señor! —dijo el jóven inclinándose.
— ¿Os llamais M. Miguel Laso de Castilla y sois español?
— Así es, señor.
— Pues bien, caballero, tened la bondad de escucharme, y comprenderéis la causa de haberos molestado.
— Eso no es posible, señor. V. M. es muy bondadoso.
— Caballero, —repuso el Emperador,— hay en la literatura española una obra admirable, obra cuya imperecedera fama ha llegado á Rusia como á todos los pueblos del mundo civilizado.
—Creo que V. M. se refiere al Don Quijote de Cervantes.
— Justamente, caballero: á ese libro inmenso, que hace desear