Trascurrió algun tiempo y Miguel no habló al Príncipe en el sentido indicado por María.
El Príncipe, no obstante el buen estado en que veía á su hija, no estaba enteramente satisfecho. Aquella lección de ingles se iba prolongando demasiado, y temió que llegase á complicarse la situación hasta el extremo de ser irremediable.
Una tarde, pues, y á consecuencia de una larga conversación tenida con María, el Príncipe hizo entrar á Miguel en su despacho.
Le indicó un asiento, cerró la puerta, y después de algunos momentos de vacilación, dijo:
— M. Miguel sois demasiado discreto para comprender que las cosas no pueden seguir en el mismo estado.
— Lo sé, señor Príncipe, —contestó Miguel.
— Hace tiempo que deseaba hablaros.
— Me lo figuraba.
— M. Miguel, amáis á mi hija.
Miguel permaneció silencioso.
— Amais á mi hija, —repuso el Príncipe,— y María os ama á vos.
— ¡Ah! senor, sé que he hecho mal; pero no he tenido la fuerza de voluntad suficiente á contener los impulsos de mi corazon. Harto he sufrido y luchado contra un amor imposible.
— Lo sé, M. Miguel, y no os culpo. La inexperiencia de mi hija, ó más bien la fatalidad, ha sido la causa de todo.
— Teneis razón, —dijo Miguel exhalando un suspiro,— es una fatalidad, una gran fatalidad.
— Veo que pensais juiciosamente; mi hija es tan altamente nacida...
— Señor Príncipe, —interrumpió el jóven con un ligero tono de altivez,— no es el nacimiento el principal obstáculo.
— ¿Cómo no?
— Si vuestra estancia en España se hubiera prolongado, me comprenderiais.
— Pues ahora os comprendo ménos.