Página:Una traducción del Quijote (3).djvu/5

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III.

Trascurrió algun tiempo y Miguel no habló al Príncipe en el sentido indicado por María.

El Príncipe, no obstante el buen estado en que veía á su hija, no estaba enteramente satisfecho. Aquella lección de ingles se iba prolongando demasiado, y temió que llegase á complicarse la situación hasta el extremo de ser irremediable.

Una tarde, pues, y á consecuencia de una larga conversación tenida con María, el Príncipe hizo entrar á Miguel en su despacho.

Le indicó un asiento, cerró la puerta, y después de algunos momentos de vacilación, dijo:

— M. Miguel sois demasiado discreto para comprender que las cosas no pueden seguir en el mismo estado.

— Lo sé, señor Príncipe, —contestó Miguel.

— Hace tiempo que deseaba hablaros.

— Me lo figuraba.

— M. Miguel, amáis á mi hija.

Miguel permaneció silencioso.

— Amais á mi hija, —repuso el Príncipe,— y María os ama á vos.

— ¡Ah! senor, sé que he hecho mal; pero no he tenido la fuerza de voluntad suficiente á contener los impulsos de mi corazon. Harto he sufrido y luchado contra un amor imposible.

— Lo sé, M. Miguel, y no os culpo. La inexperiencia de mi hija, ó más bien la fatalidad, ha sido la causa de todo.

— Teneis razón, —dijo Miguel exhalando un suspiro,— es una fatalidad, una gran fatalidad.

— Veo que pensais juiciosamente; mi hija es tan altamente nacida...

— Señor Príncipe, —interrumpió el jóven con un ligero tono de altivez,— no es el nacimiento el principal obstáculo.

— ¿Cómo no?

— Si vuestra estancia en España se hubiera prolongado, me comprenderiais.

— Pues ahora os comprendo ménos.