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tado le crispaba los nervios a Hipólito Sergueievich.

El interior de la casa causaba muy mala impresión. El papel de las paredes estaba ennegrecido por el humo. El pavimento se hallaba muy deteriorado por las ruedas del sillón. Los vidrios empañados de las ventanas no dejaban pasar sino la luz. La casa producía el efecto de algo viejo, cansado de vivir y arruinándose poco a poco.

—Está la atmósfera pesada—dijo Isabel Sergueievna.

—¡Va a llover!—declaró de un modo categórico la tía Luchitsky.

—¿Cree usted?

—Puede usted creerlo, cuando Margarita lo afirma—dijo con voz ronca el coronel. Sabe todo lo que va a pasar. Diariamente hace profecías. Me asegura que he de morir pronto, que después de mi muerte Varenka será despojada y burlada. Yo no disputo con ella; estoy seguro de que la hija del coronel Olesov no permitirá que la burlen...

Ella burlará, más bien, a cualquiera. En una sola cosa las profecías de Margarita se realizarán: yo moriré, en efecto. Eso es fatal... Bueno, señor sabio, ¿cómo lo pasa usted aquí? Se aburre usted de un modo enorme, ¿verdad?

—No. El sitio es muy bonito... hay mucho bosGue... respondía amablemente Hipólito Sergueievich.

—Sitio bonito éste? Usted bromea o no ha visto nada bonito. ¡Yo sí que he visto! Por ejem-