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toda entera, hasta los dedos de los pies, divina y furiosa. La veía y la esperaba todo trémulo de pasión. Viéndola inclinarse hacia él, le tendió los brazos; pero, en el mismo instante, recibió en plena faz el choque de una cosa mojada.

Se restregó los ojos y sus dedos tocaron arena húmeda y barro. Una lluvia de golpes caía sobre su cabeza, sus hombros, su rostro; pero no provocaba en él el dolor físico, sino algo muy distinto. Al colocar sus manos entre su cabeza y las manos que le golpeaban, lo hacía de un modo maquinal, no para defenderse. Oía el llanto furioso de la muchacha. Al cabo, un violento golpe en el pecho le hizo caer de espaldas. No le pegaron más. Después, oyó un ligero ruido en la maleza y todo quedó en silencio.

El silencio sombrío parecía infinitamente largo. El hombre seguía tendido, inmóvil, pegado al suelo por el peso de su vergüenza.

Al abrir los ojos vió el cielo azul, profundo como un abismo sin fondo, y le pareció que se alejaba poco a poco.

Así permaneció hasta que sintió frío. Al abrir los ojos otra vez, vió a Varenka inclinada sobre él. De los dedos de la muchacha caían gotas de agua sobre su rostro.

—Bueno—le oyó decir—. ¿Cómo volverá usted a casa tan sucio y con la ropa rota? ¡Qué vergüenza! Dirá usted que se ha caído al agua. ¡ Qué horror! Si hubiera tenido con qué, le hubiera matado a usted.