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corazón de Hipólito Sergueievich, el cual se estremeció también y se sintió envuelto en una frialdad glacial. Varenka le miraba con ojos brillantes, y se pintaba en su rostro el susto, el desprecio y la cólera. El joven sabio le oyó exclamar enfurecida:

—¡Váyase usted! ¡Váyase usted! ¡Qué vergüenza!

Le parecía que tales palabras llegaban de lejos, vagas, borrosas. Inclinado sobre el agua, con los brazos tendidos, apenas podía tenerse en pie, temblorosas las piernas, estremecido todo su cuerpo de pasión. Al cabo, cayó de rodillas, casi dentro del río.

La muchacha lanzó un grito de cólera y se dispuso a nadar; pero se detuvo y le dijo con voz sorda y ansiosa:

—Váyase usted!

—No puedo—quiso decir él; mas no pudo, como si sus labios estuviesen paralizados.

—¡Cuidado! ¡Vete de aquí! ¡Cobarde, sinvergüenza!

El no hacía caso de tales gritos. Clavaba en los ojos de la muchacha los suyos, inflamados, y, sin levantarse, la esperaba. La hubiera esperado lo mismo, aunque hubiera sabido que sobre su cabeza se agitaba un hacha homicida.

—¡Puerco!... ¡Yo te enseñaré!—murmuró con asco Varenka, y se lanzó, de pronto, hacia él.

Fué creciendo, creciendo, brillante de belleza, a los ojos del catedrático, que no tardó en verla 1