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Con su permiso... voy a decir que nos traigan luz. Tenga usted la bondad de sentarse—dijo.

No se moleste usted! Estoy aquí como en mi casa—respondió ella, sentándose en el sillón que él ocupaba.

Hipólito Sergueievich, en pie junto a la mesa, frente a ella, la miraba en silencio y pensaba que aquello no era correcto y que debía decirle algo.

Pero ella hablaba por los dos, sin que su mirada la cohibiese poco ni mucho. Le preguntaba cómo había hecho el viaje, si le gustaba el campo, si permanecería mucho tiempo allí. El contestaba lacónicamente, y pensamientos vagos cruzaban por su cabeza. Se sentía aturdido como por un golpe, y en su espíritu, siempre sereno, ponían una repentina confusión sentimientos arrebatados y caóticos. La admiración que le inspiraba la muchacha luchaba en él con el enojo que experimentaba contra sí mismo, y a la curiosidad se oponía algo muy parecido al miedo.

Mientras tanto, la muchacha, bella y desbordante de salud, sentada frente a él, reclinada lánguidamente en el respaldo del sillón, muy ceñido el vestido a su cuerpo y dibujando las magníficas formas de sus hombros, le decía, con su voz sonora, de notas imperiosas, cosas baladíes, de las que suelen decirse en una primera conversación: Sus cabellos castaño obscuro, bellamente rizados, eran más claros que sus cejas y que sus pupilas. En su cuello moreno, cerca de la oreja rosada y transparente, se estremecía la piel, acusando el rápido