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curso de la sangre por las venas. Cuando su sonrisa mostraba la albura de sus dientecillos, se formaba un hoyuelo en el centro de su barbilla. En cada pliegue de su ropa había algo inquietante y tentador. Su nariz, un poquito corva, y sus dientecillos, que brillaban tras los labios carnosos, tenían un no sé qué de rapaces. Su actitud, de una encantadora sencillez, recordaba la gracia de los gatos mal educados.

Le parecía al catedrático que su ser se había dividido en dos partes: una, que se entregaba al influjo de aquella belleza carnal y la admiraba servilmente, y otra, que veía lo que pasaba a la primera y no tenía poder alguno sobre ella. Hipólito Sergueievich respondía a las preguntas de la muchacha, y le hacía él otras a su vez, sin fuerzas para apartar los ojos de aquel rostro lleno de atractivo. Había llegado a aplicarle, mentalmente, el calificativo de real hembra, y, mentalmente también, se burlaba de su entusiasmo; pero su ser permanecía dividido en dos mitades.

Al cabo, su hermana apareció en la terraza.

¡Qué pícara es!—exclamó—. ¡Yo buscándola por ahí, y ella aquí, tan tranquila!

—Le he dado la vuelta al parque.

—Bueno, os habéis conocido?

—¡Vaya! Yo creía que Hipólito Sergueievich sería, por lo menos, calvo.

—¿Quieres té?

—Sí, tomaré una taza.

Hipólito Sergueievich se apartó un poco, y, dete-