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so corazón añadió de un modo inesperado hasta para él mismo.

—¡No sé!—replicó ella meneando la cabeza—.

Creo que lo que me ocurre es que carezco de energía. A veces tengo lástima aun de la gente a quien no quiero.

—¿A veces?—sonrió él—.¿No es siempre, por ventura, digna de compasión?

—¿Por qué?—dijo Varenka, también sonriendo.

—¿Acaso no se da usted cuenta de que es desgraciada? ¡Los "mujiks", por ejemplo, arrastran una vida tan triste, soportan tantas injusticias, tantos dolores!...

Había tal calor y tal sinceridad en el acento de Hipólito Sergueievich, que la muchacha le miró con fijeza y dijo:

—Debe usted de tener muy buen corazón, cuando habla así. Pero, seguramente, no conoce a los "mujiks", no ha vivido nunca en el campo. Son desgraciados, es verdad; pero ¿ quién tiene la culpa? Son unos zorros, nadie les impide ser felices...

—Sí; pero... ni siquiera tienen bastante pan para matar el hambre.

—No es extraño: ¡son tan numerosos!

—Sí; pero no debe faltarles tierra, habiendo tanta... Algunos señores poseen miles y miles de hectáreas. Usted, por ejemplo, ¿cuánta tierra tiene?

—Seiscientas hectáreas... Bueno, ¿qué? Creo que no querrá usted que las repartamos entre los cam_ pesinos.