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Varenka miraba al catedrático como una persona mayor mira a un niño, y reía suavemente, turbándole, irritándole. El ardía en deseos de probarle que sus argumentos eran erróneos.

Lentamente, casi deletreando las palabras, empezó a hablarle de la repartición inicua de las riquezas, de la situación triste de la mayoría del pueblo, de la lucha terrible por la existencia y por un pedazo de pan, del poder de los ricos y de la impotencia de los pobres, de la inteligencia, conductora de la vida, convertida en esclava de la injusticia secular y de los prejuicios, sólo útiles a la minoría de los poderosos.

Avanzando a su lado, ella le miraba silenciosa, con curiosidad y extrañeza.

En torno de ambos reinaba el silencio umbroso del bosque, ese silencio sobre el que resbalan los sonidos sin turbar su armonía melancólica.

Las hojas de los árboles se agitaban nerviosamente, como en expectación ansiosa de algo deseado con pasión.

—El deber de todo hombre honrado—decía, con acento de convicción Hipólito Sergueievich — es consagrar toda su inteligencia y todo su corazón a la lucha por la emancipación de los oprimidos, a la defensa de su derecho a la vida, esforzándose en disminuir las asperezas de la lucha o en acelerar su progreso. ¡En eso debe consistir el heroísmo! En tal lucha debe usted buscarlo. Fuera de ella, el heroísmo no existe. Sólo sus héroes merecen que se les admire y que se les imite...,