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da sus recientes hijos, y que ya prevenidas, están prontas a fugar a la primera señal de peligro. El ser desconocido silba «Rigoleto» y «la Fille de Mme. Angot», producen en ellos sensación; parecen luego preferir «Aída»; ponen gran atención, estiran los cuellos, los yerguen, reconocen con mirada curiosa los alrededores y la fijan luego en quien les hace oír ese relincho o grito; se alejan algunos pasos, se paran; el macho brinca, saltan todos, corren, vuelven apresurados, se paran atentos y haciendo cómicas cabriolas se acercan hasta pocos metros del que les proporciona tal espectáculo. Se vuelven atrevidos; los relinchos se suceden al mismo tiempo que las piruetas y pasan en estas evoluciones largo rato, hasta que un tiro al aire los calma, pero no los asusta. Prestan atención nuevamente; quizá comprenden, por la impresión que han causado al caballo el fogonazo y el trueno, que hay peligro; parecen consultarse, acercan sus suaves hocicos al suelo, lo aspiran; su instinto les hace comprender que esa manifestación de la industria humana les es hostil y deciden alejarse. Principia el desfile; las hembras, con sus crías, marchan adelante, luego las que aún no las tienen. El macho es el último; camina con pausa, salta de cuando en cuando, relincha, me mira a la distancia, y cuando parece comprender que no los persigo, vuelve a rumiar en las faldas. Tres o cuatro tiros más los asustan nuevamente y una nube de polvo, que dura largo rato, me indica que huyen con gran prisa. Sin embargo, no he pensado hacerles mal, sino observarlos.

Después de perder de vista a los guanacos en los cañadones, enciendo grandes fogatas para anunciar a la gente del bote el sitio donde me encuentro y bajo por un arroyo, seco ahora, pero que en invierno conduce al río las aguas y las nieves de la meseta.