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los avestruces y los guanacos vienen a solazarse en estos oasis, situados en el centro de tanta desolación, los pumas huyen de nuestro tropel y de nuestros cuatro perros. Miran asombrados la tropilla; que un momento creyeron ser de guanacos y dando grandes saltos se alejan a buscar refugio entre los peñascos y los tupidos matorrales.

Paramos a medio día en las inmediaciones de un buen matorral y en la pequeña península que forma un río seco.

Mientras descansan los marineros salgo a caminar por el cauce seco, y encuentro un puma, el más grande, visto hasta ahora, y que Isidoro enlaza momentos después. Estaba en acecho esperando la oportunidad de arrojarse sobre uno de los potrillos, pero lo descubren los perros y el gaucho vaqueano poco tarda en alcanzarlo; lo ha enlazado de una mandíbula al ir a incar sus colmillos en uno de los cachorros que lo acosaban, y que ha herido con sus garras. Al irle a colocar bien el lazo y concluirlo de matar, se abalanza sobre mí, y casi me hubiera despedazado si Isidoro no da un buen tirón del lazo y lo arrastra. Vi su garra a pocas pulgadas de mi cabeza. Patricio guarda las manos, con las uñas, para hacer tabaqueras que regalará a sus amigos en Buenos Aires, como prueba de la veracidad de las aventuras de viaje que contará. Los demás nos contentamos con comer un buen costillar y con guardar el resto para los días venideros.

A las tres de la tarde continuamos: el río corre con menos fuerza y considero fácil ganar el extremo de la vuelta que hemos nombrado «de los Tres Cerros» por algunos mamelones glaciales que distinguimos sobre la meseta norte.

Este punto era en otro tiempo uno de los preferidos por los indios para efectuar el paso del río y en sus márgenes he encontrado pedazos de palos de toldos. Le llaman «Yaten-huajen»; conjeturo