nan los respetables pengüines, que, sin temer al bote, se dirigen, zarandeándose, al agua, para ser el terror de los pescados y cangrejos pequeños. Saltamos a tierra: algunos, viéndonos ya próximos a ellos, apresuran su marcha y de consiguiente ruedan por la pérdida del equilibrio, hasta refugiarse en el mar. Otros, que se hallan más distantes, dan vuelta automáticamente e imitando venerables cartujos liliputienses, con las manos escondidas entre sus anchas mangas (las aletas), se dirigen a sus conventos (o nidos).
El destrozo que de sus tranquilos habitantes hacemos en esta isla es grande. Veinte de ellos quedan en el fondo del bote, víctimas del coleccionista y de las necesidades del estómago de los tripulantes. Nuestros instintos sanguinarios no se compadecen al ver a los curiosos pengüines, defender, con valentía, entre una mata, hiriéndonos en las piernas, sus jóvenes hijuelos. La impotencia de estos animales en tierra es tal, que sólo cuando el hombre procura darles el golpe que ha de herirlos, tratan de huir y si no lo consiguen, buscan por la astucia la región más vulnerable de las pantorrillas del enemigo para hincarle su agudo pico.
Al mirarlos, se creería encontrarlos asombrados, embebidos en una muda admiración, que no les permite huir; más tarde sus movimientos parecen indicar que un sentimiento de burla se apodera de ellos, al ver al intruso de sus dominios. Mueven de derecha a izquierda la cabeza, luego lo hacen a la inversa, batiendo las mandíbulas terribles, y mirándonos, se puede decir que con desden, de rabo de ojo, se creería que nos piden cuenta de nuestra presencia aquí y de lo que buscamos.
A las cuatro de la tarde llegamos con las presas a la goleta, y, una hora después, cruzamos al sur, a examinar la célebre Roca de la Torre. Está situada a corta distancia de la costa, y sirve de ex-