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Página:Viaje al Interior de Tierra del Fuego (1906).pdf/92

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La cima se corría á nuestro frente, en una sucesión de ondulaciones que nos parecían más causadoras aún.

A nuestra izquierda, se abría una profunda quebrada, en cuyo fondo, un torrente bullicioso, describiendo remolinos y saltos, enviando sus continuos rumores hasta la altura, se precipitaba serpenteando en dirección al río que cruzáramos un momento antes. Otros más reducidos, bajaban á él por las faldas de la quebrada, cuyas rocas de color gris azulado daban extraña fisionomía al paisaje.

Estas faldas, casi completamente á pique, presentaban el aspecto de profundos derrumbaderos, entre los que, en algunos puntos, solian crecer pequeños montecillos, expuestos á caer el día menos peusado.

El suelo fueguinc, pronto iba á darnos una muestra curiosa de su originalidad.

Había observado que eu la altura, el calafate era abundante y me había reducido á tomar nota de ello, pero á renglón seguido, apunté en mi libreta: es insoportable, odioso ».

En aquel momento de la marcha, el filo del cerro se enangostaba bruscamente, viéndonos en la necesidad de pasar un trecho—relativamente corto, con precipicio á ambos lados y allí, cuando ya empezábamos á olvidar los turbales del llano, donde las aguas encontraban fácil salida por ambos lados y hubiéramos considerado imposible la formación de tan desagradable estorbo, nos veíamos precisados á pasar algo, sino peor, por lo menos, semejante.

En aquella altura, la mutilla se desarrollaba como en terreno propicio, alcanzando los matorrales una densidad y altura mayor de la hasta entonces observada, y entre ella, el calafate se enredaba y crecía formando una ramazón tupida, sobre la que inevitablemente nos veíamos obligados á pasar.

Y pasamos. Pero cómo! Haciéndonos pedazos la ropa y las carnes, con las espinas de esta planta. Era un buen obsequio que la montaña nos daba, en esa marcha que nunca olvidaré.

Y la lluvia seguía, tenue y fria.

Mis compañeros estaban realmente cansados y cada trecho representaba un esfuerzo.

Hoyos y arroyuelos, en los que saltábamos ó nos metíamos; arbustos, piedras; el suelo hecho una alfombra resbalosa; vueltas, subidas, bajadas, todo esto rendía; y la selva, la selva sempiterna de coibos en que más de la mitad estaban derrumbados, tendidos á nuestro paso, obstáculos que había que franquear en una gimnasia intermitente, no muy fatigosa donde un solo tronco era el caído, pero sí, muchas veces un problema casi para las piernas que empezaban á flaquear, cuando eran cuatro, cinco, seis, tumbados unos sobre otros, fofos y falsos, bajo las botas que se enterraban en su madera, ya en pleno proceso de descomposición.

—Un esfuerzo más y lleg unos al Fagnano!

—Vana esperanza. . . Allí mismo los árboles se separaban para mostrarnos al fondo, otra cadena; más alta, más larga aún, cubierta totalmente de árboles y á la que para llegar era necesario, antes, bajar la que pisábamos.