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tantes hombres, el mono se intimidó y desamparó el puesto, dejándome caer en una canal del tejado. Uno de los lacayos de mi directora, que era un mozo muy honrado, trepando como pudo, me recogió y me puso en la faltriquera de los calzones para bajarme sin riesgo.

Ya me tenía casi ahogado con las porquerías que me había embutido en el gaznate; pero mi buena aya me hizo vomitarlas y tomé aliento. Los abrazos de aquella fiera me dejaron tan quebrantado y débil, que me fué preciso guardar cana por quince días, en cuyo tiempo el rey y toda la corte enviaban recado diariamente a saber el estado de mi salud, y la reina me hizo varias visitas. El mono fué condenado a muerte; y, ejecutada la sentencia, se expidió un real - decreto para que desde entonces ninguna persona pudiese mantener semejantes animales en las inmediaciones de palacio. La primera vez que salí a visitar al rey, después de recobrada mi salud, me dispensó Su Majestad el honor de gastarme algunas bromas sobre esta aventura: me preguntó cuáles eran mis sentimientos y reflexiones mientras estaba entre los brazos del mono; qué gusto tenían las viandas que me daba, y si el aire fresco que respiraba sobre el tejado no me había excitado el apetito. Por último, me instó a que le dijese qué hubiera hecho en igual lance dentro de mi país. Respondí a Su Majestad que en Europa no teníamos monos, a menos que los trajesen de países extranjeros, y que éstos eran tan pequeños, que no se hacían temibles: pero que respecto a aquella bestia feroz de mi aventura (que a la ver- dad abultaba tanto como un elefante) si el pavor me hubiera permitido hacer uso de mi sable (decía yo esto con arrogancia, poniendo la mano sobre la guarnición) cuando introdujo la mano por la puerta de mi cuarto, le hubicra dado una cuchillada tan fuerte, que acaso la hubiera retirado con más prontitud que la metió. Esforzaba yo mi discurso con un tono fir-