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Le rogué tuviese la paciencia de escuchar la relación de mi historia, que le hice muy fielmente desde la última salida de Inglaterra hasta el instante en que me había descubierto. Y como la verdad se abre siempre camino en los espíritus razonables, aquel prudente y digno caballero, que estaba dotado de un buen juicio y no dejaba de tener bastante instrucción, quedó satisfecho de mi sinceridad. Mas, con todo, para confirmar lo que le había referido, le supliqué diese orden de que llevasen allí mi estantey tomando las llaves que conservaba en la faltriquera, le abrí en su presencia y fui enseñándole todas las curiosidades trabajadas en aquel país de donde había sido sacado de un modo tan extraño. Estaba, entre otras cosas, el peine que había formado de las barbas del rey y otro de la misma especie cuyo lomo era de un desperdicio de la uña del dedo pulgar de Su Majestad. Allí había también un paquete de agujas y otro de alfileres de pie y medio de largos, y un anillo de oro que cierto día me regaló la reina de una manera muy apreciable, sacándole de su dedo pequeño y poniéndomelo sobre los hombros como un collar.

Instéle a que tomase este anillo en recompensa de sus favores, pero se negó absolutamente. Al fin, le hice que examinase con curiosidad los calzones que llevaba, que eran de la piel de un ratón.

El capitán quedó muy satisfecho de mi relación, pidiéndome que a nuestro regreso a Inglaterra me dedicase a escribirla y darla al público. Yo le respondí que me parecía teníamos ya demasiados libros de viajes; que mis aventuras pasarían por un perfecto romance y una ficción ridícula; que mi obra no podía contener más que descripciones de plantas, de animales extraordinarios, leyes, costumbres y usos caprichosos; que estas descripciones eran muy comunes y se habían hecho ya fastidiosas, y que no teniendo que decir otra cosa de mis viajes, no merece.