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rían la pena de ser leídos. Pero le di gracias por el buen concepto con que honraba mi talento.

Mostróse un poco aturdido de oirme hablar tan alto y me preguntó si el rey y la reina de aquel país eran sordos. Fué preciso decirle que estaba acostumbrado a hablar en este tono más de dos años hacía, y que yo también hallaba novedad en su voz y la do su gente, que me parecía hablarme siempre en secreto junto al oído; pero que sin embargo los entendía bien; que cuando hablaba en aquel país era siempre como el que contesta a otro que le pregunta desde las ventanas de un campanario, excepto en ocasiones que me ponían sobre una mesa o me tenían en la mano. También le dije que había notado otra cosa, y era que luego que entré en su navío y vi a sus marineros en pie alrededor de mí, me habían parecido sumamente pequeños. Que desde que me hallaba allí estaba privado de nuirarme a un espejo, porque mi vista, acostumbrada a grandes objetos, me hacía despreciable a mí mismo. A esto me respondió el capitán que mientras estaba cenando había notado él también que miraba todas las cosas con cierta especie de desprecio y le había parecido que me esforzaba por reprimir la risa; que dudó cómo tomar esto, y por último lo había atribuído a trastorno de mi cerebro. Dijele que ni yo sabía cómo había podido contenerme al ver sus platos, que no eran mayores que una moneda de tres sueldos, una pierna de carnero que apenas tenía un bocado, un vaso más pequeño que una cáscara de nuez, y continué así haciendo la descripción de los demás utensilios y viandas que comparecieron. Pues aunque la reina me había surtido de todo lo necesario para mi uso con proporción a mi talla, mi imaginación estaba totalmente ocupada de aquellos objetos que más continuamente veía, y me sucedía lo que a todos los hombres que incesantemente están considerando a los demás, r