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sin considerarse a sí mismos ni parar la atención en su pequenez. El capitán, haciendo alusión a un antiguo proverbio inglés, ne replicó que, según esto, mis ojos serían más grandes que mi vientre, pues no había advertido que hubiese comido mucho, sin embargo de haber pasado todo el día en ayunas; y prosiguiendo en el estilo burlesco, añadió que hubiera dado con gusto cien libras esterlinas por el buen rato de ver mi cajón en el pico del águila y desprenderse después en el mar desde una altura tan grande, que ciertamente sería un espectáculo muy extraño y digno de ser transmitido a los siglos venideros.

Este señor Wilestcks, volviendo de Tungrur con su rumbo para Inglaterra, se hallaba extraviado hacia el Nordeste a cuarenta grados de latitud y ciento cuarenta y tres de longitud, pero a los dos días de estar yo en su compañía, se levantó un fuerte viento que nos dirigió al Norte por bastante tiempo, y costeando la Nueva Holanda, hicimos nuestro rumbo hacia el Oeste-noroeste y después al Sudeste, hasta que hubimos doblado el cabo de Buena Esperanza. Nuestro viaje fué feliz y no quiero fastidiar al lector con su prolija relación. Baste decir que anclamos en uno o dos puertos para proveernos de víveres y hacer aguada yo no sali del navío hasta que llegamos a las Dunas, que si no me engaño, fué elde junio de mil setecientos seis, cerca de nueve meses después de ui libertad. Dije al capitán que le dejaría mis muebles empeñados en prenda del pago de mi pasaje no lo consintió, protestando que no recibiría ni el valor de un maravedí. Nos despedimos muy afectuosamente dándome palabra de visitarme en Redriff. Y habiéndome prestado un escudo, alquilé un caballo y un guía para mi marcha.

Mientras duró ésta, admirado todavía de la pequeñez de las casas, árboles, ganados y personas, me parecía que estaba en Lilliput, y temiendo aplastar