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denado a una muerte ignominiosa, y todos sus bienes confiscados a beneficio del inocente. Si el delator es pobre de solemnidad, el emperador, de su propio peculio, recompensa al acusado, suponiendo que en el caso haya sufrido prisión o algún mal trato, aunque sea ligero.

El fraude es mirado como delito más enorme que el robo, por cuya razón le castigan siempre de muerte. Llevan por principio que el cuidado y la vigilancia con un espíritu regular pueden preservar los bienes del hombre de insulto de ladrones; pero que la probidad no tiene defensa contra la falacia y mála fe.

Aunque consideremos los castigos y recompensas como los grandes ejes del gobierno, me atrevo a decir, sin embargo, que la máxima de castigar y recompensar no se practica en Europa con la prudencia que en el imperio de Lilliput. Cualquiera que acredite haber guardado exactamente las leyes del país por espacio de setenta y tres lunas, está capacitado para pretender con derecho ciertos privilegios arreglados a su clase y estado, cuyos gastos se sucan de un fondo establecido con este destino. Igualmente se hace acreedor al título de snilpal (leal) que puede unir a su nombre, pero no es transmisible a su posteridad. Tiene por un excesivo vicio de la política que todas las leyes sean inminentes, y que la infracción sea seguida de un riguroso castigo, mientras que la observancia no conoce el menor premio. Esta es la razón por que pintan la justicia con seis ojos; dos delante, dos detrás y uno a cada costado (para representar la circunspección), con un talego lleno de oro en la mano derecha y una espada envainada en la izquierda, para significar que está más pronta a recompensar que a castigar.

En la elección de individuos para proveer los empleos prefieren la probidad al talento. Siendo nocesario el gobierno al género humano, dicen ellos, la