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Providencia no tuvo jamás el designio de hacer de la administración de los negocios públicos una ciencia difícil y misteriosa que solamente pudiese poscerla un corto número de espiritus raros y sublimes de aquellos que apenas nacen dos o tres en todo un siglo; pero la verdad, la justicia, la templanza y las demás virtudes no están negadas a ninguno, y la practica de ellas, acompañada de alguna experiencia y una buena intención, constituyen a cualquiera persona idónea y suficiente para el servicio de la patria, por pocas luces y discernimiento que tenga. Añaden que así como se suele ver que en algunos suplen, al parecer, los talentos superiores del ánimo el defecto de las virtudes morales, tanto más peligroso sería confiar los primeros empleos a tales gentes. Que los errores nacidos de la ignorancia en un ministro de buenas costumbres nunca podrán tener tan funestas consecuencias hacia el bien público, como las operaciones obscuras de otros, cuyas inclinaciones estuviesen corrompidas, y que conducidos de unas miras criminales encontrarían facultades en su habilidad para ejecutar el inal impunemente.

El que no cree en la Providencia Divina entre ellos es declarado por incapaz de poseer ningún puesto público. Como los reyes se consideran con justo título diputados de la Providencia (dicen los lilliputienses), no hay absurdo ni inconsecuencia mayor que la conducta de un príncipe que se sirve de gentes sin religión, que niegan aquella autoridad suprema de que forzosamente ha de provenir la suya.

Cuando refiero estas leyes y las siguientes, hablo solamente de las originales y primitivas, pues ignoro que por otras modernas han caído aquellos pueblos en el mayor exceso de corrupción. Prueba fehaciente de esto es la costumbre vergonzosa de obtener los principales empleos dando cabriolas sobre la cuerda, y los distintivos do honor saltando por encima de