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das las fiestas y afecciones, y todas las esperan- zas y venturas que aniquilara el Tiempo. Mas en la puerta dde la gruta no se lee la inscripción del infierno dantesco : un rayo de sol esculpe el nombre de Aquel que, abriendo los brazos en la vecina ciudad, bautizó otra Jerusalén ce- leste.

La entrada impone. Las quebraduras del enor- me bloque amarillento se antojan contemporá- neas de la ruina cantada por el poeta. A la de- recha, un jardinillo sonríe con imágenes más apacibles a pesar de ser asilo de la muerte. Se- mejantes a incensarios silvestres, romeros y mas- tranzos perfuman las estelas funerarias. Una higuera escueta, aparece cubierta de palomas torcaces, y el tronco de un oliyo alza una hor- cadura cual un candelabro de dos brazos.

Rozamos la construcción enjalbegada de una mezquita : la gruta, en su carácter de gruta, es un palacio natural labrado en la roca viva. El bloque gigantesco, sin junturas, curvilíneo, se ahonda y se esmalta de protuberancias; en los hipertróficos globos se abren agujeros sobre . cuevas estrechas, antesalas de la enorme conca- vidad ; y los muros de ciertas bóvedas que caen