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varios fraileg, melancólicos cual sus hábitos. Ni un solo caño de fábrica rompe su mutismo de mortaja. El Agra blanquea bajo la cúpula de Omar, y adelantan sus centinelas, los cipreses. Encerrada en sus cuatro muros, la ciudad simu- la un oasis de casas, en medio del desierto ; pe- ro no con flores abiertas por savias desbordantes y aguas cristalinas. Los hombres amontonan en él, bullentes odios en un movimiento común de esperanzas : la imagen del Cristo no los puede unir, y una tristeza más enturbia la caricia de sus aires... Los olivos del Cedrón se ennegre- cen, y sólo se aclaran al llegar a las tumbas. El monte de las lágrimas de Jesús, en la cima, y del sudor de sangre en la ladera, dibuja tam- bién un cementerio. Cada olivo echa sombra sobre cinco sepulcros, que, con austeridad, se visten de tinieblas. Allá, enfrente, junto a la puerta de San Esteban, aun se ven las lápidas : entre las siluetas de los cipreses forman verda- deras sendas de la Muerte. El silencio brota de calles, espeluncas y losas, llena el paisaje, sube al cielo, y principio de la eternidad es el alien- to casi tangible del valle.

Jerusalén se convierte en informe masa. Por sobre la ondulación de los terrenos, y de las