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gantas áureas, pasa el recuerdo á los retretes parisienses, donde cantan los francos y los besos, pero donde gimen el amor y los violines.

La «púrpura de Casio», atribuída por los químicos á los precipitados auríficos, sugiere muchas otras púrpuras funestas: las que los hombres toleran sobre la espalda de otros hombres; la del labio ponzoñoso, las que ostentan las cruces de las ambulancias, las que tiñen el pañuelo de los tísicos, y las que agostan para siempre los jardines virginales.

El aire lustral que la nieve perfuma en esas tierras, cosquillea en el pecho, como el capitoso que se respira en Monte Carlo y el purulento que se expulsa de los lazaretos.

La armonía dorada del ocaso se desvanecía en un temblor de cabelleras destrenzadas, y se cuajaba luego en la inmovilidadde congelados estanques de champaña. Las últimas felpas del granate crepuscular se