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mo estos resíduos de la arena, siempre van mezcladas con el hierro.

Allá, en las ciudades, es el hierro exprimido de la sangre explotada. Aquí es el hierro meteórico, ese natural y virgen, cuyo destino desastroso forma cruel ironía con el símbolo que le corresponde en química: FE.

Allá el oro ensangrentado rara vez se purifica; ni siquiera en las cárceles.

Aquí es sometido en la amalgama á un ardoroso tratamiento de fricciones mercuriales.

Allá las gentes se doblegan, se quiebran y se arrastran ante el oro.

Aquí también se ve á los rústicos mineros arrodillados todo el día sobre las arenillas, hipnotizados por el brillo del agua, que en el fondo los hechiza con el remedo de sonrisas ilusorias de pupilas que dejaron muy lejos náufragas en llanto.

Esos seres infelices que arrastran sus harapes y tristezas entre colinas de oro, predisponen el pensamiento á evocaciones pesimistas.

De esas cuevas funerarias donde se asila el piojo y la desolación aúlla con sus gar-