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y engastada en el bronce tierno del cogollo, fulguraba sus tornasoles de joya japonesa.

Mi vida sana y joven tenía mucho que envidiar á la de ese brote endeble y tembloroso.

Yo era hombre y él era roble. Hoy se doblegaba bajo el peso de un insecto. Más tarde, en el Océano, con una enseña al tope, él podría vencer los temporales, improbandoles sus bostezos de fuego con el no, no! rotundo de su vaivén severo.

Hoy cabía todo él en la panza de una hormiga. Más tarde, cualquiera de sus ramas podría servirme holgadamente de ataúd...

Al llegar á este punto amargo de mis divagaciones, me alejé, mascando en despique unos pétalos de rosa, no sin oir, allá en las hondonadas del tiempo, el crujido bronco de una selva huracanada...