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se tienden boca abajo en la alfombra, para que sus nietezuelos finjan el steeple chase.

No distante de allí se eleva el hito salomónico, rebanando en dos partes para las dos Repúblicas el volcán Copahue, para ese efecto asimilado á melón de sacarina, de esa sacarina prodigiosa con que se endulza en la sangre de los pueblos la alegría de la salud.

En las tardes de bruma, los girones de niebla rezagada se enredan en el asta inaugural de la concordia, porfiando por remendar una bandera con retazos celestes de horizonte trasandino.

El viajero que por aquellas soledades se aventura, por muy Coppée que sea, no acierta á darse cuenta de cómo los perfiles de algo tan declamado como las patrias, están allí tan á la merced de algo tan fugaz como los lineamientos de tan ilusorios espejismos.

Quizá la Cascadita, fresca, inviolada y dulce como allí discurre, tampoco lo percata; y de ahí sus cabriolas de loca sobre esas esmirnas versicolores con que la Argentina exorna por esa parte sus vestíbulos.