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¡AGUA... AGUA!...

Era preciso forzar á veinte leguas la jornada, único medio de no morirse de sed, en una de las regiones de tierra más fecunda que conozco en las Américas.

Tamaña anomalía pone grima en el ánimo, pero ahí está hostil y sofocante.

De todos los gritos de dolor, el de la sed es el más digno de piedad, porque en él no solamente aúllan las torturas del cuerpo y del espíritu, sino las hondas y desgarradoras de las opresas mamas de la tierra.

No porque en la ciudad nos pesen como planchas de plomo en los oídos los tanques opulentos de las aguas corrientes, debemos desoir el clamor de los exploradores sedientos, que si á tanto desamor fraternal hubié-

desierto.—2