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En todas sus escalas se oyen las voces misteriosas de la vida profunda: desde el rumorcillo infinitesimal de la semilla que se esponja y del insecto que grita proclamando sus amores, hasta el retumbo rotundo y franco de las tormentas del Pacífico, al chorrear luz de los senos desgarrados en las cuchillas de los Andes.

Cuando el «zonda» llega del polo sur bramando quejas de soledades sempiternas, en el estruendo de la borrasca no se oyen los clamores de fieras y las chirimías agrias del huracán en las ciudades, sino el canto llano de las selvas doblegadas, acompasado por crujidos kilométricos, al quebrarse las atmós, feras de hielo contra los bronces volcánicos.

En ese himno de fecundidades cósmicas, las únicas disonancias son los gemidos de esterilidad de las pizarras, de esas negras solitarias y desnudas, que chillan como perras enceladas, cuando el aire huye de ellas sin detenerse á fecundarlas. Forman coro á esos ayes las plegarias medrosas de los escoriales erguidos y enlutados como gigantescos frailes.

Al enredarse el aire en las obscuras cuen-