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cas de esos rostros metálicos ó en los harapos de sus sayales rocallosos, diríase que cada monje, agitando su cingulo de líquenes, pidiese todavía socorro contra el horror del terremoto, con su bronca boca de guijarro.

Todo lo demás canta y susurra himnos de fecundación.

El aire huye espantado de las rocas negras y de los monasterios pavorosos, para lanzarse en zarceo ágil por las sierras, arrebatando á cada médano de oro las ondulosas hopalandas y el tisu lentejuelado con que se exorna para ir luego á requerir de amor á la llanura.

Apenas raya el alba y las lagunas han apagado en el fondo de sus alcobas sus candelabros de estrellas, el aire va á besarlas con nerviosidades clandestinas.

El agua entonces tiembla de deleite, se sonríe, se estremece y se cubre de sus mejores encajes y de sus más ricas perlas. El aire la besa, la lame largamente, le tira puñados de oro en polvo, le regala collarcitos de hojas amarillas, y ella, para que no le oigan las locuras que contesta, empuja con