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en esas rocas atónitas. Cualquiera de ellas dice epopeyas seculares, y podría ser modelo para el pedestal de cualquier gloria. Sobre la cabeza del viajero se asoman peñas tiradas boca abajo sobre la cordillera hacia el abismo, y que al ser vistas contra el fondo errante de las nubes, parecen oscilar en inmenencia de derrumbe.

Escoriales de diversas estaturas, hasta de treinta metros, obstruyen el caminito hacia la cumbre en actitud de guerreros medioevales con armadura de guijarros y penachos de líquenes agrestes. De las cuencas profundas de sus ojos de piedra, se escapan terribles pensamientos en bandadas de águilas nerviosas.

Son de ver allí las combinaciones de líneas atrevidas, donde la belleza surge del equilibrio recóndito entre el esfuerzo muscular y la serenidad del heroísmo.

En la anatomía de esos gigantes no hay vigores de hombre sino pujanzas de pueblos; ni en sus gestos lúgubres se lamenta un corazón sino ruge dolores una raza.

Y si los nervios del viajero resisten la luna y los bramidos de la noche en ese sitio, pue-