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manantiales diáfanos disolvían con lentitud jugo de guindas.

La sed de los cuerpos, de las piedras y las plantas, huía arrebatada por vientecillos joviales.

Del monte se escapaban aplausos de plumajes y escalitas líricas de plata.

Las hierbas, al moverse, remedaban el roce y las aromas de las sedas de baile.

La tierra que dejaba la tropilla, nos esperaba sobre la huella con ovaciones de oro.

El verdor profundo de la llanura ya no estaba manchado con los parches grises de pizarra, y en el límite remoto se alzaban graderías azules de colinas, sosteniendo la cúpula de un ventisquero andino, cuya nieve principiaba á tenirse con las rosas y mieles de la tarde.

Traspasando las nieblas más compactas, el sol aun resplandecía, como el balcón abierto de un palacio de mármol, en una noche de gala.

Los pastos aparecieron más tiernos y olorosos, los caballos aceleraron su galope, los arbustos bravíos se detuvieron ante un gra-