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cos, cayó toda quemada á naufragar en un tintero.

Muchas fueron las ascenciones fallidas.

Los Santos Dumont que se lanzaron á circunnavegar por el tubo de la lámpara—para ellos Torre Eiffel—descendieron con sus globos inflamados.

Las mariposas negras, las monjas del misterio, intentaban un momento trocar en ardoroso traje de nupcias los crespones de su luto; pero, abrasadas por la impaciencia, giraban sobre el fuego, hacían signos de angustia, señales de salvamento, y se abandonaban en el aire á su destino.

Los centenares de mosquitos humildes, los efímeros, los que habían abandonado las obscuridades de su estanque para tomar pasaje en cualquier ráfaga viajera, esos casi no tenían tiempo de desembarcar: ó quedaban cautivos para siempre en la red industrial de un arañón arrinconado, ó caían exánimes en la esterilidad de sus esfuerzos excesivos.

Algunos antropófagos (no quiero decir médicos) llegaron á posarse en las manos del viajero, haciéndose réclame con su cor-