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La vigilancia de ese viejo soñador es incesante: Desde su altura de 3600 metros, atisba las más recónditas hondonadas de la comarca. Cada parpadeo de sus pupilas jélidas es un linternazo que torna las más remotas brumas en vaporosos harapos de colores.

Cuando osa mirar hacia el palacio del Viento, la artillería de plata centellea entre sus torreones de cristal bruñido.

La proyección fugaz de las maniobras de la luz arriba asombra al viajero que galopa por el valle.

A veces el caballo se detiene espantado: es que ha oído la detonación de algún huracán al soltar sus amarras de la roca; ó que ha visto resbalar por la llanura la sombra de una nube tempestuosa, la sombra de una fragata cargada de tormentas, despedida en comisión de bombardear algún equilibrio incómodo para la política celeste.

Si la fantasía humana hubiese previsto la Cordillera del Viento, al Neuquén y no al menguado montículo de Grecia, le habría cabido la honra de albergar á Júpiter tonante.

Nada dice la colina del Olimpo á quien no