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exprimiendo con sus garras la musculosa ubre de una tigre.

Entre la barba bermeja de otro borracho inmóvil, su boca abierta negreaba siniestramente como un cero rotundo.

La hora y el sitio no eran adecuados para prolongar mi ensueño.

Las brasas se habían lamido toda la escarcha de mis botas; y entre los ojazos negros de Chacay, erguido en la penumbra, centelleaban los reflejos de las llamas y los ardores de su brio.

Cuando me le acerqué para montarlo, rasgó el silencio de la noche con un gentil toque de marcha, con un relincho vibrante como las crepitaciones de la hoguera.

Una vez más clavó sus linternas fosfóricas en el fondo de la cueva.

Y su arqueado cuello, rematando en el foco de luz de sus pupilas, parecióme un gran signo de interrogación al misterio de la sangre, del oro y de la vida...