las orejas, sus miradas vinolentas chispearon ira un instante.
Luego guardó el cuchillo, y como para tranquilizar al resto del grupo que gruñía entré sueños, se acostó de nuevo, volviéndome la espalda y diciendo en chileno: —Es un cabayero acomodao.
Otro mocetón barbudo, con la mejilla hundida en un montón de arena aurífera, dormía boquiabierto, como niño en inmovilidad de hartazgo sobre el seno escultural de la nodriza.
De entre un poncho andrajoso surgía de la roca la cabellera de un anciano. En la penumbra trémula y dorada de la cueva, diríase que aquel cráneo ceniciento era la piedra calcinada de un fogón abandonado.
Otro jayán que dormía con el oído en tierra, resoplaba rítmicamente contra el muro de cuarzo, quizá soñando que sus pulmones eran el fuelle de quién sabe qué crisol profundo y rutilante.
El que se había dormido con la mano en crispatura sobre un guijarro saliente, no otra imagen evocaba que la de un cachorro