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garreaban en las guitarras una zamacueca desgreñada y disonante.

Las otras, como sombras del pecado, reclinadas sobre el muro tosco de una cárcel, apoyaban sus frentes vinolentas sobre el pecho de los mineros taciturnos.

Todas acompasaban el bordoneo de las guitarras con un palmotear lánguido y triste, como aplauso de moribundos á quien sabe qué regocijo funeral.

Y á ese como azote de cuerdas viperinas sobre carnes flacias, se unía una cantinela lacerante de placer atormentado, gemida con voz chillona y trėmula de aullante frenesí, con un falsete de emoción lejana y pungitiva.

En el centro, entre una polvareda dorada por las fulguraciones del fogón, danzaba una pareja de chilenos.

La cabellera retinta y destrenzada de la moza, aleteaba como un cuerpo arremolinado entre una rojiza nube de ciclón.

Su cadera felina trazaba en el aire líneas de ijar convulso, signos de magia negra, curvaturas de redoma fulminante.

El jayán minero le seguía sus giros de